Mi problema con los diarios

Fragmento de un texto que nunca envié a la convocatoria porque, como siempre, decidi que no era lo suficientemente bueno.

02 de Junio del 2017

“Mujeres con ganas de escribir”.

Fue la frase que captó mi atención mientras, irresponsablemente, mirujeaba Facebook durante mis horas laborales. Diría que es un mal hábito que he adquirido desde que trabajo desde casa pero sería una mentira, siempre me ha gustado leer cosas inherentes al trabajo para combatir el hastío. Es un hábito pésimo para una persona como yo que no podría poner en su currículum que es buena para el multitasking, necesito concentrarme (y mucho) en la tarea que tengo frente a mí para completarla sin equivocarme (tanto).

Honestamente la literatura forma una parte constante de mi vida y creo que es ese mismo amor a la literatura lo que hace que necesite escribir con cierta regularidad. No puedo decir que tengo un estilo excepcional o extraordinario, pero sí creo que en cada letra que escribo estoy reflejando mi alma y mi personalidad (sin las trabas que me causan tener que ver a una persona a la cara mientras tejo mis ideas de manera coherente). Parecería que estoy intentado ser estética tal vez en mi manera de escribir pero es importante recalcar que la gente dice que “hablo chistoso o muy propio” y eso se deriva de mis hábitos de lectura. Aprendí a leer con un montón de escritores y, lo peor, traductores castellanos que me enseñaron una que otra frase demasiado dramática o rimbombante.

En fin, toda esta palabrería es para dar un marco de cómo llegué aquí, a este momento en mi escritorio con un libro de Jonass Jonasson, mi libreta del trabajo, mi libreta donde escribo mis ideas, una taza de café y Chipotle como el chile (el nombre completo de mi perro) a mis pies, con la firme decisión de trazar una línea de acción lógica para ser uno de los textos seleccionados para esta convocatoria.  Se me vino el alma a los pies cuando leí “formato…diario” para ser sincera.

Una de las pequeñas enormes frustraciones que viví de niña fue cuando en los primeros años de primaria en clase de español me mandaron a escribir una autobiografía, recuerdo que en inicio sonaba importante, poderoso, “La historia de la vida de Carmen Ríos”. Obviamente para una trayectoria de vida más o menos de diez años de los cuales tres o cuatro son apenas ideas que nos formamos por lo que los adultos nos dicen la cantidad y la calidad de las hazañas era terrible, insignificante. Ese traumático evento también gestó “¿Y a quién le importa Carmen Ríos?”, una saga de mi vida, supongo.

No mucho después y tal vez algo prematuro llegó el diario de una tal Ana Frank a mis manos, ese diario del que todos sabían era de una niña, entonces yo tenía que leerlo para aprehender la información necesaria para convertirme en alguien. Está por demás decir que sin el contexto del holocausto me parecía increíble que alguien se sometiera a situaciones tales como comer papas con orines de gato para esconderse de la policía, pero si había sacado algo de ese libro era que la gente si leía diarios aunque fueran aburridos. Intenté empezar el mío hablando un poco de mi humor, lo que hacía en la escuela, lo que había comido y mis planes para el futuro. Para cuando llegué al tercer día empecé a sentir algo como dejá vù en cada página, el pecado de la repetición empezó a causarme molestia y poco a poco abandoné aquella infantil intención de igualar a Ana Frank en su hazaña de interesar al mundo con un diario.

Hoy nuevamente me pregunto “¿Y a quién le importa Carmen Ríos?”. Vivimos en una época donde gritar al aire escribiendo nuestras furtivas ideas en redes sociales puede significar llegar a alguna otra persona que nos va a regalar un like aprobando nuestro mensaje, confirmando que hubo un receptor a lo que decimos y de vez en vez eso tiene un significado en el mensajero, significa que importas, que tu opinión, tu foto, tu chiste, tus gustos tienen importancia.

Quizá mi infantil miedo nació después de darme cuenta de lo rutinario que era mi diario al querer hacer un registro de lo que hacía día con día, de mis hábitos y de la repetición de mis deberes. En aquel entonces supongo que eso era la vida, lo inmediato. No podía evitar el miedo de no estar cumpliendo proezas antes de los quince años, porque para los treinta ya iba a estar muy vieja para ser protagonista de un libro que enumerara mis hazañas diarias.

Entre más crezco y más conocimientos adquiero voy entendiendo mejor cuál sería a función de un diario en mi vida, un interlocutor silencioso y comprensivo, que no interrumpe y no da opiniones equivocas, un registro de ideas que van cambiando con el paso de los años y el cumulo de situaciones vividas.

Un diario muy humano, un diario sin arrancar páginas, una forma de mirar al pasado y enfrentar a la persona que eras de manera íntima (porque, seamos sinceros, en redes sociales compartimos el material “ya editado” de nuestro día). Un registro de nuestro espíritu, no de nuestro cuerpo.

Supongo que voy a olvidar la idea de hacer borradores y bosquejos para lograr el éxito en mi contienda. Simplemente voy a escribir.

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